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El caminante sobre el mar de nubes, Caspar D. Friedrich |
Desde hace algún tiempo
hay una historia que ronda mi cabeza, déjame que te la cuente…
Hace ya algunos años, dice
la leyenda que un ser complejo de nombre desconocido apareció de pronto desde
la nada en una de las aldeas más pequeñas de toda Austria, en un lugar donde
los ríos vomitaban vino y en el que una pequeña iglesia conformaba el único
lugar de recreo para sus habitantes.
Éstos, sumergidos en una
vida totalmente rutinaria, se quedaron asombrados frente a tal regalo de la
naturaleza: un hombre en cuyos ojos no había señal alguna de duda, cuya
serenidad demostraba no haber padecido jamás el miedo y cuya alma reflejaba la
solidez de la corteza de un roble.
Desde el primer momento
fue acogido con hospitalidad por todos los vecinos, pues así mandaba la
costumbre, y para sorpresa de muchos su presencia resultó ser tan agradable que
rápidamente lo tomaron como uno más, no sólo del pueblo, sino de sus propias familias.
Fueron muchas las
historias que los pájaros dejaron tras su paso durante las migraciones
invernales. La gran mayoría hablaban de su procedencia, así como aquella que le
tomaba por un aviador de los mares del sur, allí donde el agua era tan azul que
una vez, en aras de tocar el cielo, fue encontrado ahogado en la inmensidad del
océano. Otras decían que se trataba de un gentleman inglés que un día escribió
una novela de amor tan apasionada que este mundo perdió total interés para él. De
tierras más áridas se oyó que fue un gran sultán persa, sosegado frente a mil y
una historias que una bella joven iba narrando. Y la más reciente, no hace
demasiado tiempo, un rumor que le desvelaba como el joven príncipe por el cual
la preciosa sirena Rusalka renunció a su inmortalidad y a su dulce voz.
Con respecto a su vida sentimental
poco más se sabía, aunque por lo visto hace no muchos años se convirtió en toro
para consumar su amor junto a la diosa Europa.
Sinceramente, nunca nadie
mencionó nada al respecto, y esos cantos se los llevó el viento allí donde también
se lleva la verdad, lejos de toda civilización. Quizás algunas de esas
historias fuesen reales, o incluso puede que finalmente ninguna, lo que sí es
cierto es que desde el primer momento vivió en casa de todos los vecinos, donde
fue atendido a cambio tan sólo de su encantadora presencia.
Pasaron los días y el
príncipe desconocido empezaba a sentirse aburrido. En cinco años ya había
dibujado miles de sonrisas, lanzado más de alguna estrella fugaz y despejado
algún que otro día gris, sin embargo ahora sentía de nuevo la necesidad de ser
necesitado en algún que otro lugar del mundo, “quizá miles de personas aún no
supiesen ni siquiera que al reír todo parece más azul”, se decía a sí mismo.
El día que decidió
partir, mientras recogía sus cosas, se acercaron todos los vecinos a ofrecerle
regalos que le sirviesen en su largo viaje y le recordasen un pequeño lugar en
el planeta que siempre estaría esperándolo con los brazos abiertos. Entre éstos
constaba una brújula para jamás perder el norte, un espejo para jamás olvidar quién
era y las llaves de las puertas del pueblo para que éstas jamás estuviesen
cerradas ante su llegada. Y aunque las lágrimas bañaron muchos rostros, una
promesa de retorno y una simple sonrisa confiada bastaron para que los apenados
cayesen de nuevo en ese curioso estado de eterna felicidad.
Ya saliendo de allí se
detuvo frente a un río contemplando cómo el sol se iba derritiendo en una
paleta de tonos anaranjados, dándose cuenta de que siempre echaría de menos aquel
lugar de ensueño. De pronto, sintió como si una piedra golpease su cabeza, se
volvió y vio a una joven de vestido azul sentada sobre una roca.
-
Perdone
señor, ¿se encuentra usted bien?- preguntó la joven.
-
Por
supuesto que lo estoy. ¿Qué le hace pensar lo contrario señorita?-
-
Me
temo que le llueven los ojos, le tiemblan las piernas y estoy segura de estar viendo
el atardecer a través de su pecho-.
El príncipe desconocido vaciló por un momento y se acercó al río. Al
sincerarse su reflejo vio que la joven tenía razón y, en ese mismo instante a
kilómetros de profundidad, un ejército de niños y borrachos destruía la única fortificación
que protegía su misterioso palacio. De la tristeza, nuestro querido príncipe se
encerró en sí mismo, se le secaron los ojos y lanzó al agua todos sus
recuerdos, olvidando así de donde venía, quién era y hacia dónde se dirigía. Y,
apenas sin voz, llegó a pronunciar las últimas palabras que jamás nadie oiría
salir de su boca:
-Soy el ser más solitario del mundo-.
La joven se compadeció, le rodeó con su perfume y le hizo entrega de uno
de los tesoros más valiosos que jamás un hombre haya podido tener, una botella que
al mirarla era capaz de mostrar aquello que su dueño desease con mayor fuerza.
Con la cabeza agachada partió con los ojos rajados de la tristeza y el
corazón inundado en soledad, dejando atrás una única mirada dirigida a la joven
del vestido azul. Desgraciadamente, ésta parpadeaba en ese preciso instante.
Desde entonces, jamás se volvió a saber con certeza más sobre él. Al parecer
caminó durante tres años para llegar al pico más alto del universo, lloró durante
dos días y luego retomó su viaje durante más de una década hasta encontrar
refugio en una cueva en las profundidades de la Tierra, donde decidió hacerse
roca.
Algunos cuentan que perdió la
vista y se le cegó la cordura y que durante años vivió solo, anclado a la
piedra en la que un día se abandonó con una objeto brotando de su mano, un
objeto que jamás dejaba de mirar y en el que no consiguió ver más que una joven
de vestido azul sentada a los pies de un arroyo, sonriendo mientras sus ojos
reflejaban la aurora.
Esta historia la conocí en
mi primer viaje a Austria cuando en una piedra descubrí labrado su epitafio, no
demasiado lejos de una pequeña aldea donde los ríos vomitan vino y una pequeña
iglesia conforma el único lugar de recreo para sus habitantes. Éste decía así:
“Pasé tres siglos cavando un agujero
oscuro donde vivir, durante otros tres intenté con todas mis fuerzas salir de
él y resulta, que para cuando consigo ver de nuevo la luz, mi cuerpo no es
capaz de soportarla. Aquí yace el ser más solitario del mundo”.
Alejandro Gómez Villanueva